miércoles, 15 de octubre de 2014

Los encuentros cercanos con la sangre

Ser intranquila es un rasgo que me caracteriza desde que tengo conciencia. Con un patio enorme y lleno de árboles aprendí a trepar mejor que los monos. Sólo me asustaban un poco los gusanos peludos, sobre todo los de los mangos. ¡Díganme si nos son horribles! Aquellos bichos de color negro con ribetes amarillos y la cabeza roja hacen que cualquiera se paralice en una ramita y se quede allí horas hasta que alguien le pase una escalera.

La primera vez que tuve una herida sangrante fue como a los 9 años de edad. Papá tenía una pickup blanca, marca Ford con barandas. Íbamos por la avenida Orinoco de Guasipati hacia la salida a Upata cuando un frenazo hizo que yo me golpeara la cabeza contra la baranda y ¡zas! salió aquel chorro de sangre. Me llevaron a la medicatura (donde creo que ahora está la sede de la policía) y me atendió una enfermera que lo primero que dijo fue que no tenía anestesia. Yo ni pendiente. ¿Qué iba a saber yo lo que era eso? Pero papá lo comprendió perfectamente y se buscó a cuatro paisanos para que me inmovilizaran hasta que me suturaran. Me quitaron la blusita blanca la cual, obviamente, había tomado otro color. Han sido los seis puntos más tormentosos de mi vida, no sólo por el dolor físico sino por la humillación de haber sido vista medio desnuda por todo ese gentío.

El segundo encuentro cercano con la sangre fue a los once años. En ese momento yo era más alta y supuestamente más fuerte que todos mis hermanos. Resulta que una mañana teníamos un bochinche y corríamos por toda la casa abriendo y cerrando puertas. Sí, puertas. Ellos tres contra mí. Cerraron la puerta y el dedo medio de mi mano derecha quedó ahí. Mi grito tuvo que haber sido impresionante. Allí llegaron los vecinos y mi pobre madre al verme casi se desmaya. Papá no estaba, pero sí los trabajadores de una quesera que teníamos en el patio. Uno de ellos gritaba: "¡Comadre!, ¡comadre!, ¡se lo cortó! Me subieron de inmediato a un camioncito rojo que tenía los cauchos lisos y la dirección mala (lo digo porque casi chocamos contra el poste que sigue estando frente a la casa) y me llevaron directo a la misma medicatura. En medio de aquel caos, me alegré de que, al menos, tuvieran anestesia. Después de unos cuantos puyazos, ya no me dolía nada. Pude observar tranquilamente como entraba y salía la aguja, mientras jugaba con la palanca de la camilla. Al rato llegó mamá. Llevaba puesto un vestido rosado con flores azules pequeñitas, muy lindo. Lo único que desentonaba eran los zapatos; se había puesto unos de pares diferentes. ¡Pobrecita! Así sería su impresión al verme herida.

No pasó mucho tiempo cuando vino el tercer caso. Era un día lluvioso. Mis hermanos y yo jugábamos mientras mamá estudiaba con unas compañeras en el comedor. Nuestro rato de esparcimiento consistía de una hamaca, la cual balanceábamos completamente abierta. Nos impulsábamos con una carrera y debíamos caer dentro. El asunto es que, por un error de cálculo, yo "pelé" la hamaca y caí en el piso de frente. ¡Qué dolor! Mi nariz sangraba full e inmediatamente se me hinchó. Creo que me la fracturé, pero esta vez no me llevaron al médico. Esos huesos se sanaron solos y yo dejé de bochinchar.

En la casa de Guasipati, ya no están ni la pickup ni la hamaca, pero sí la puerta...


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