lunes, 22 de junio de 2015

Cambié de trabajo y no morí en el intento

¡Miedo!

Eso fue lo que sentí al decidir cambiar de trabajo. Detrás de mi cara sonriente se escondía una temerosa e insegura mujer que no tenía idea de lo que pasaría después.

Fui profesora universitaria por catorce años. Con una licenciatura en Educación en Idiomas Modernos (inglés) lograr una plaza como docente a dedicación exclusiva en una universidad autónoma en Venezuela me venía bien en aquel año 2002. Para entonces, mi familia pasaba por problemas económicos y con mi sueldo pude ayudar a mi madre y hermanos. En realidad, eso no era lo que yo quería hacer con mi vida, pero decidí abrir ese paréntesis que ahora cierro con más satisfacciones que desencantos. Como mencioné al principio, sentí mucho miedo. En Venezuela muchos dirán que las cosas no están como para dimitir y buscar otro empleo. Sin embargo, yo he dado ese paso y los resultados han sido excelentes.

Hacer lo que me gusta

Ya con cuarenta años encima (aunque no los aparento J), sólo quiero hacer lo que realmente disfruto. Así que un día me puse a redactar la visión y misión de mi vida. En ese momento me di cuenta de que no podía seguir haciendo lo mismo que hasta ahora. Para dar ese giro que me pusiera en sintonía con mis proyectos tenía que cambiar.

Entonces, me inscribí en clases de lengua y cultura portuguesa. He realizado unos cuantos viajes a Brasil y la alegría que siento cada vez que lo hago es indescriptible. Uno de mis proyectos está relacionado con ese país que yo llamo “o meu país de coração”.

Me gusta la docencia. Por mi formación en la enseñanza de idiomas, empecé a hacer una diplomatura en Enseñanza de Español como L2/LE. Gracias a este curso, me he actualizado y estoy desarrollando competencias en el área de ELE. Yo, ¡feliz!

Nuevo trabajo

No ha pasado un mes de mi renuncia y ya tengo un nuevo empleo. Me encanta porque es una nueva experiencia y una oportunidad de aprender que yo valoro mucho. Luego les contaré más al respecto J

La confianza


Fue precisamente la confianza en mis capacidades y destrezas la que no me dejó hundirme en las aguas de la tristeza y la desesperanza. En un país como Venezuela, con tantos problemas de orden político, económico y social es cuesta arriba para una mujer dejar un trabajo “seguro” para “caminar en las arenas movedizas” del campo laboral. Puedo decir con orgullo que yo lo logré.

lunes, 10 de noviembre de 2014

¿Qué dirías en mi funeral?

No tengo pinta de ser llorona, pero lo soy. Las pocas personas que me han visto chillar lo saben perfectamente. Sin embargo, en los funerales me cuesta mucho echar una lagrimita. En Guasipati tenía una vecina que se desmayaba y caía de rollito para el piso, así como poseída. Daba gritos y pedía al difunto que se la llevara. ¿Por qué se llora al cuerpo?

Siempre me ha impresionado cómo el ser humano reacciona ante la muerte física, ante la “presencia”, no la “esencia”. Cuando mi cuerpo ya no funcione más y no pueda oír el canto de los pájaros, deje de oler los domplines recién hechos que mi mamá prepara con tanto cariño, cuando no pueda sentir los besos apasionados del hombre que me ama (y yo también), ese día estaré tiesa, sí, muerta pues. Ese es el destino de todos nosotros. Hay un dicho que reza que “la muerte está tan segura de su victoria que nos da toda una vida de ventaja”.

Nos pasamos la vida criticando a todo el mundo, viendo lo mal hechos que están los demás. Yo todos los días agarro una arrechera con los choferes estúpidos que me adelantan por el hombrillo y se meten justo en el espacio que dejo para no chocar el carro que tengo en frente. Es precisamente en ese instante cuando no existo. Muero. Dejo de ser yo. Debo reconocer, no obstante, que he hecho grandes progresos. Ahora, ya no grito tanto. Y volviendo al tema de los funerales y tal, además de llorar, la gente se despide del muerto con algún discursito, entre llanto y sonrisas.

Pareciera que los funerales no son hechos para los muertos sino para los vivos.


Por tal razón, me gustaría saber ¿qué dirías en mi funeral?


miércoles, 15 de octubre de 2014

Los encuentros cercanos con la sangre

Ser intranquila es un rasgo que me caracteriza desde que tengo conciencia. Con un patio enorme y lleno de árboles aprendí a trepar mejor que los monos. Sólo me asustaban un poco los gusanos peludos, sobre todo los de los mangos. ¡Díganme si nos son horribles! Aquellos bichos de color negro con ribetes amarillos y la cabeza roja hacen que cualquiera se paralice en una ramita y se quede allí horas hasta que alguien le pase una escalera.

La primera vez que tuve una herida sangrante fue como a los 9 años de edad. Papá tenía una pickup blanca, marca Ford con barandas. Íbamos por la avenida Orinoco de Guasipati hacia la salida a Upata cuando un frenazo hizo que yo me golpeara la cabeza contra la baranda y ¡zas! salió aquel chorro de sangre. Me llevaron a la medicatura (donde creo que ahora está la sede de la policía) y me atendió una enfermera que lo primero que dijo fue que no tenía anestesia. Yo ni pendiente. ¿Qué iba a saber yo lo que era eso? Pero papá lo comprendió perfectamente y se buscó a cuatro paisanos para que me inmovilizaran hasta que me suturaran. Me quitaron la blusita blanca la cual, obviamente, había tomado otro color. Han sido los seis puntos más tormentosos de mi vida, no sólo por el dolor físico sino por la humillación de haber sido vista medio desnuda por todo ese gentío.

El segundo encuentro cercano con la sangre fue a los once años. En ese momento yo era más alta y supuestamente más fuerte que todos mis hermanos. Resulta que una mañana teníamos un bochinche y corríamos por toda la casa abriendo y cerrando puertas. Sí, puertas. Ellos tres contra mí. Cerraron la puerta y el dedo medio de mi mano derecha quedó ahí. Mi grito tuvo que haber sido impresionante. Allí llegaron los vecinos y mi pobre madre al verme casi se desmaya. Papá no estaba, pero sí los trabajadores de una quesera que teníamos en el patio. Uno de ellos gritaba: "¡Comadre!, ¡comadre!, ¡se lo cortó! Me subieron de inmediato a un camioncito rojo que tenía los cauchos lisos y la dirección mala (lo digo porque casi chocamos contra el poste que sigue estando frente a la casa) y me llevaron directo a la misma medicatura. En medio de aquel caos, me alegré de que, al menos, tuvieran anestesia. Después de unos cuantos puyazos, ya no me dolía nada. Pude observar tranquilamente como entraba y salía la aguja, mientras jugaba con la palanca de la camilla. Al rato llegó mamá. Llevaba puesto un vestido rosado con flores azules pequeñitas, muy lindo. Lo único que desentonaba eran los zapatos; se había puesto unos de pares diferentes. ¡Pobrecita! Así sería su impresión al verme herida.

No pasó mucho tiempo cuando vino el tercer caso. Era un día lluvioso. Mis hermanos y yo jugábamos mientras mamá estudiaba con unas compañeras en el comedor. Nuestro rato de esparcimiento consistía de una hamaca, la cual balanceábamos completamente abierta. Nos impulsábamos con una carrera y debíamos caer dentro. El asunto es que, por un error de cálculo, yo "pelé" la hamaca y caí en el piso de frente. ¡Qué dolor! Mi nariz sangraba full e inmediatamente se me hinchó. Creo que me la fracturé, pero esta vez no me llevaron al médico. Esos huesos se sanaron solos y yo dejé de bochinchar.

En la casa de Guasipati, ya no están ni la pickup ni la hamaca, pero sí la puerta...


martes, 14 de octubre de 2014

¿De dónde salí?

Soy el primer resultado de la unión de los 23 cromosomas de Menfis Bravo y de los 23 de Elpidio Rojas. Nací un 24 de diciembre de 1974. Mi nombre iba a ser Pascualina, ¡menos mal que se echaron para atrás! Creo que Yelisette les quedó más original. La que una vez fue una frondosa selva en los alrededores de El Callao en el estado Bolívar albergaba el hospital donde mamá y papá tuvieron a su primogénita (o sea, yo). Fui la consentida de todos por casi dos años hasta que llegó a la familia mi hermana Rita Margreth, luego Menfis Alejandra y por último Elpidio Ramón. Fin de la fábrica. Resultado: una familia de seis.

Hasta los dieciséis años viví en Guasipati. Los 155 centímetros de altura que tengo los alcancé jugando entre los árboles de pesgua, mango, naranja y mandarina que había en el patio de la casa y ayudando en la crianza de animales de granja como cerdos y pollos. No veía mucha televisión porque sólo se veía un canal (VTv), pero sí escuchaba radio y leía mucho. No éramos precisamente ricos, pero nunca percibí que nos faltara algo. Papá trabajaba en un aserradero y mamá se desempeñaba como maestra de aula.

Todo fino hasta que llegó la menarquia y con ella el desarrollo. Mientras mis amigas se retorcían de dolor cuando tenían su periodo, el mio pasaba sin pena ni gloria. Lucky me! Nunca me consideré bonita. De hecho, tenía una compañera de clases que se encargaba de recordarme lo grande que era mi nariz y hasta la comparaba con objetos como campanas, etc. Gracias a ella sé perfectamente lo que es odiar a alguien con todas las fuerzas de mi ser (y más allá). Sin embargo, notaba que era atractiva porque admiradores no me faltaban. Llegué a tener mi primer novio a los 15 años, pero esa relación sólo duró, como diría mi querida amiga Carmen Rodríguez Blanco, lo que permanece un pedo en un chinchorro. Fui bachiller a los 16 y a partir de entonces dejé aquel pueblecito que me vio crecer.

Allá siguen viviendo mamá, mi hermana Rita Margreth, mi hermano Elpidio Ramón y mis sobrinos Julif y Jimena. Mientras tanto, papá dejó su cuerpo para instalarse en mi corazón hace casi quince años.
En mi casa de Guasipati. Mamá y sus nietos Marcela (en brazos), Julif y Jimena. Diciembre, 2013.